viernes, 7 de marzo de 2008

El horror

Ha vuelto el horror. Lo han traído. Mientras millones de personas sopesan argumentos, toman decisiones racionales y se preparan para expresar sus opiniones democráticamente llegan dos individuos y ponen encima de la mesa el único argumento que son capaces de articular. La muerte. El dolor de los demás.

¿Qué retorcida argumentación lleva a pensar que alguien tiene el derecho a decidir la muerte de otro, contra toda lógica, contra toda humanidad? ¿Cuándo se da el salto de pensar en "nosotros" y "ellos" a determinar que hay que eliminarlos físicamente? ¿De verdad hay alguna idea que merezca la vida de alguien?

Han matado a alguien normal y corriente. Podríamos haber sido cualquiera de nosotros porque el muerto daba igual. Era un blanco fácil. Lo que importaba es el impacto que iba a tener esa muerte.

Lo peor es que es inútil. Todos sabemos, menos quizás los asesinos, que este dolor es inútil. Que esta muerte, como no lo han hecho las anteriores ni lo harán las que desgraciadamente vengan no va a acercar ni lo más mínimo éste o aquél logro político. La reivindicación se convierte automáticamente en ilegítima cuando está manchada de sangre. La sangre de los demás, la sangre fácil.

Y si los asesinos son incomprensibles, qué pensar de los que no rechazan íntimamente la violencia, los que piensan que es un método válido, los que no están asqueados por ella. Los que piensan que es un héroe el que mata de tres tiros por la espalda a alguien desarmado y desprotegido.

Y no son ni uno ni dos, ni diez. Son más de 100.000. Los que prefieren mirar para otro lado. Los que prefieren pensar que, aunque es una desgracia, es inevitable para conseguir sus objetivos. Si los asesinatos eran selectivos, siempre se podían excusar en el "algo habrán hecho" o "eran guardias civiles". Pero ¿Y ahora? ¿Qué argumentos se darán a sí mismos?

¿Y cómo evitar que esta maldad se perpetúe en el tiempo, en los hijos y las viudas de los asesinados? ¿Cómo sanarán esas heridas? Volveremos una vez más a expresar nuestro rechazo. Pero con el convencimiento de que habrá más. De que podemos ser cualquiera, porque alguien decida en algún momento que nuestra muerte es necesaria. ¿Con qué derecho?

El sinsentido de esta muerte está claro. Influir en el resultado de las elecciones. Y es precisamente esto lo que no debemos dejar que ocurra. Los asesinos no pueden decidir por nosotros, ni pueden obligarnos a cambiar el sentido de nuestro voto. Si lo hacemos, ellos habrán ganado y por tanto nosotros habremos perdido.

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