La
llamada crisis económica no sólo afecta ya a las capas más
desfavorecidas de la sociedad sino que alcanza con rudeza a la clase
media por la vía de la reducción de salarios, el alto endeudamiento o,
peor todavía, el desempleo asociado al endeudamiento, con el resultado
de un riesgo acentuado de proletarización.
Mientras
tanto los sectores especulativo-financieros se aprovechan de la
situación ya que obtienen pingües beneficios por el procedimiento de
provocar situaciones de inestabilidad alertando de riesgos reales o
hipotéticos que son seguidas de incrementos de los intereses que deben
pagar los países para obtener financiación con el consiguiente aumento
de los beneficios para las entidades financieras, en una espiral
acelerada de profecías autocumplidas.
Simultáneamente,
el sector bancario se beneficia impúdicamente de ayudas públicas tanto
de los endeudados estados como del Banco Central Europeo en forma de
créditos al 1 % que no tienen el más mínimo efecto sobre la economía.
En su lugar esos mismos créditos se podían ofrecer a los países que están pagando a
la misma blanca intereses del 5, 6 o 7 %.
A
estas alturas de la crisis es evidente que las políticas puestas en
marcha para su resolución por los gobiernos europeos, conservadores en
su mayoría, no recaen sobre los sectores especulativos que contribuyeron
activamente a generarla sino sobre aquellos que no se beneficiaron de
la época espansivo-especulativa anterior, como funcionarios y
pensionistas, y en general sobre todos los asalariados.
Dichas
políticas se basan exclusivamente en la contracción del gasto público y
el empeoramiento de las condiciones laborales de los asalariados que,
lejos de producir riqueza, provocan el empobrecimiento generalizado y la
disminución progresiva de la actividad económica que a su vez provoca
más pobreza.
En
el caso concreto español, la resolución de la crisis se confía en unas
“reformas” de ideología neoliberal que se traducen en un endurecimiento
de las condiciones laborales que no puede resolver la presunta falta de
competitividad de la economía española salvo que se pretenda que los
derechos de los trabajadores caigan a niveles de países emergentes.
La
competitividad no sólo depende de los costes laborales sino también de
la organización del trabajo, de la formación de trabajadores y
empresarios y sobre todo, de la inversión tanto en equipamiento como en
I+D+i, de la que nadie parece querer acordarse.
En
este contexto, los servicios públicos básicos como salud y educación se
encuentran en grave riesgo precisamente cuando es más necesario su
mantenimiento. En particular la Educación pública, cuando se ha
comprobado que es la única solución para el progreso social, está puesta
en cuestión.
Mientras
que el gobierno conservador carece de un proyecto educativo que llegue
más allá de favorecer a la enseñanza privada, hace grandes aspavientos
acerca del fracaso escolar y el abandono prematuro y prepara recortes
presupuestarios que indudablemente van a limitar los recursos para
afrontar dichos problemas.
El
previsible aumento de la ratio y el endurecimiento de las condiciones
para la titulación que esconde el llamamiento a la “cultura del
esfuerzo” sólo presagia que se incremente aún más el fracaso escolar, al
tiempo que se dificulte la recuperación para la formación de los
300.000 jóvenes que abandonaron prematuramente las aulas en la etapa de
engañosa bonanza económica.
La
crisis económica no cesará, independientemente de todos los recortes
sociales que se realicen, hasta que los sectores que en la actualidad se
están beneficiando de la misma dejen de hacerlo por la vía de la
regulación de los mercados financieros o porque consideren que su margen
de beneficios disminuye porque el empobrecimiento de las sociedades europeas ha tocado fondo o porque aparezca otro negocio más lucrativo.
En todo caso ya se habrá producido el desmantelamiento del estado del
bienestar y será muy difícil volver a los niveles de calidad y cobertura
anteriores.
Por todo esto, esta huelga no es una huelga con razón sino con razones.
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