La Justicia es uno de los pilares del Estado. Como tal, su buen funcionamiento es esencial para la vida de un país. Sin embargo, en España parece que hay algo que no marcha demasiado bien. Es cierto que nuestro sistema democrático es relativamente joven. Y el sistema judicial, aunque evidentemente era anterior, sólo adquirió legitimidad con la llegada de la democracia, por lo que también participa de alguna forma de esa juventud.
Las decisiones judiciales deberían ser incontrovertibles no porque no se pudieran recurrir, por supuesto, ni por su capacidad coercitiva, sino por su autoridad moral. Porque deberían atender sólo a consideraciones jurídicas con independencia de otro tipos de influencias. Pero hay muchos detalles que inducen a pensar que no siempre es así. A veces – no sabemos cuántas – las resoluciones judiciales se pierden en una maraña de incompetencia administrativa. Otras veces son las convicciones políticas o religiosas las que prevalecen sobre las puramente legales.
La tan cacareada independencia del poder judicial no debe entenderse sólo respecto del resto de los poderes del Estado sino también de los condicionantes políticos, morales y religiosos. Esto no quiere decir que los jueces no tengan sus propias opiniones, como todo hijo de vecino, acerca de estos temas, pero estas no deber ser tenidas en cuenta a la hora de dictar sentencia. Ahí estriba la profesionalidad del juez. Es evidente que esto último no ha ocurrido en la sentencia de marras.
Es especialmente flagrante que haya tenido lugar en Andalucía donde las urnas han dado la espalda sistemáticamente a estos planteamientos integristas y ni siquiera el Partido Popular destaca por su beligerancia en este tema. Pero todo vale con tal de imponer los criterios minoritarios dentro de la minoría, o sea, doblemente minoritarios, y si es necesario utilizar la Justicia para ello, pues se utiliza porque el fin justifica los medios.
El respeto a las minorías nunca debe considerarse como que éstas impongan sus criterios a la mayoría. Todo esto es tan absurdo como si los musulmanes se opusieran a que se trataran en los libros de texto los derivados del cerdo, por ser un animal impuro. Pero está claro que el integrismo no sólo se adorna con chador y largas barbas.
La aberración de la sentencia llega a anular parte de la asignatura a instancias de los que el mismo tribunal había previamente eximido de cursar. Por tanto, no sólo impide que sean impartidos estos contenidos a los que "objetan" de ellos, sino a todo el alumnado.
Tampoco es válido el argumento de que la EPC es obligatoria mientras que la religión es optativa. Uno puede decidir si practica o pertenece a una determinada religión – o no – pero no puede decidir si vive en una sociedad o no. Salvo que se quiera ir a una isla desierta. Vivir en sociedad significa aceptar las normas por las que se rige.
Todo esto sin entrar en el fondo de la sentencia, que como se puede apreciar, no puede ser más irrelevante ni afectar más ínfimamente a los contenidos tan ferozmente puestos en cuestión.
Por cierto ¿cómo queda para estos ultraliberales defensores de la neutralidad del Estado la presencia de las religiones, en especial de la católica, dentro de las escuelas y sufragada con fondos públicos? En esto no debe ser neutral para ellos. Una neutralidad a la carta.
Cuando existe una duda razonable más que fundamentada en que la independencia de un magistrado se encuentra afectada, lo lógico hubiera sido recusarlo. Con esto nos hubiéramos ahorrado el penoso espectáculo de ver cómo una sentencia judicial estaba dictada directamente desde la doctrina del Opus Dei. Y de ver arrastrada la credibilidad de la justicia por el suelo. Una vez más.
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